Presentación de Lo más lindo que hay, de Pablo Silva Olazábal

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por Leticia Martin

 

En El espacio literario (1955) Maurice Blanchot dice: “quien escribe no puede leerse”. Y Pablo Silva Olazábal, discípulo digital de Mario Levrero, los dos uruguayos, se hace exactamente esa misma pregunta. “¿Habría que escribir, publicar y no leerse?”. A decir verdad, Pablo le hace esa pregunta a Levrero.

Con su precisión y lucidez habituales, Levrero le responde que no. Que “la lectura de un autor no coincide con la lectura de ningún lector”.

Vamos a intentar en este momento, entonces, demostrarle a Pablo Silva Olazábal que lo que él cree que escribió, en verdad, es otra cosa. Básicamente vamos a tratar de convencerlo de que él escribió lo que yo leí.

Pasemos a un ejemplo.

Quiero traer a esta charla, antes que nada, el cuento que más me impresionó de la serie. ¿Podré spoilear el final? Se llama “Zapatos blancos” y trata sobre un niño entrando en la adolescencia, narrado en primera persona, que se ve obligado por sus padres a usar unos “zapatos blancos” que le dan mucha vergüenza. El chico tiene un accidente en la rodilla y mancha sus zapatos con sangre, arruinándolos para siempre.

Voy a ser más sintética. Un chico se pone a desgano unos zapatos blancos que le dan los padres, se rompe la rodilla y los arruina para siempre.

Eso.

Punto final.

Así contado es nada, ¿no es cierto? La trama podría escribirse en un boleto de colectivo de los de antes. O en un ticket de tarjeta de débito. Es más, si nos descuidamos, la trama es un haiku.

Pero… dejemos en suspenso esta historia por ahora. Ya vamos a volver.

Vamos a otra cita, en este caso también del libro epistolar en el que Pablo Silva Olazábal conversa con Mario Levrero, publicado en uruguay en 2009 y reeditado en Argentina en 2012 por Editorial Conejos. Bien. En ese libro, Levrero le contesta un mail a Pablo diciendo lo siguiente: “la forma no es algo que se le agrega a un texto, como quien da una mano de pintura. La forma ES el texto; los contenidos tienen una importancia menor, y siempre se pueden transmitir por otros medios. La forma y el contenido son una sola cosa; no podés forzar una sin destruir la otra. No podés cambiar arbitrariamente de envase sin alterar el producto”.

El secreto de todos los cuentos de este libro es la forma. Pablo sabe hacer eso con maestría. La forma de estos cuentos es el contenido. La historia no contada en los “Zapatos blancos” es la tensión sexual oculta entre el niño y su prima Sandra. Los zapatos son un objeto simbólico que concentra sentido, que ocupan el lugar de otra cosa. La vergüenza del pibe no es por los zapatos, es por la prima, es por su cuerpo, por enfrentarse a ella, por el volcán interior que invade a todo adolescente.

Pero además, Levrero decía, se lo dijo a Pablo, que “la originalidad es un peligro”. Y quiero detenerme también en esa línea, para pensar en el libro de Pablo. ¿Qué quería decir Levrero con esa frase? Sencillamente que escribir no es cuestión de pensar artilugios complicados para “parecer diferente” sino de usar metáforas que provengan de un lugar genuino. Y eso hace Pablo como buen alumno que sabe escuchar y aplicar lo aprendido. Sus cuentos no son rimbombantes. Su mundo fantástico está muy cerca del realismo, al lado de lo que podría pasarnos a todos, de casualidad, como por arte de magia. No hay fuegos artificiales en estos cuentos. No hay merca, no hay autos que se incendian, ni futuros lejanos, hay, por el contrario, relaciones humanas en todas sus formas y tensiones, tensiones densas, profundas, hay personajes con pliegues y contradicciones, y un aire de provincia que lo invade todo.

Por ejemplo, —hagamos el mismo ejercicio de recién pero con el cuento que inaugura la selección— “El retrato del abuelo”. Reduzcámoslo a su columna vertebral: A un chico se le cae el retrato de su abuelo, le ve los senos a su tía, (la ardorosa y a la vez reprimida Lucrecia). el chico tiene una erección irrefrenable y la tía lo toca.

Nada. Así contado, sin la forma que lo hace ser, no es nada.

Vamos a otro cuento: “Sincronía de paragua”. Un hombre se cruza con una mujer en un día de lluvia y sus paraguas se tocan.

En “Negro absoluto”, cuento que elegimos para cerrar el libro, el plan del hombre es emborrachar a dos chicas para aprovecharse de ellas. Una genialidad que no se le había ocurrido a nadie. Sin embargo en la forma en que el cuento es narrado existe una tensión capaz de llegarnos al cuerpo. Somos intervenidos por cierta emoción al leer esas palabras. Se apaga la vela, nos encontramos en la oscuridad total, y el narrador comienza a vivir una experiencia sensible en la que los lectores lo acompañamos minuto a minuto —como el rating. El encuentro sexual se demora, el relato se detiene en detalles mínimos —imprescindibles por otra parte— y el cuento ingresa en las arenas del realismo mágico cuando la casa comienza a girar.

Voy a leerles la descripción del primer beso que recibe este narrador que casi podría ser un ciego.

“Un agujero de mediano tamaño, con humedad carnosa –como la valva de un molusco– tocó mis labios. Quedé paralizado, quise decir algo pero la valva creció húmeda y caliente y se introdujo en mi boca, me apretó la lengua, me empapó el paladar con un fluido pegajoso. Mis dientes chocaron contra unas superficies pulidas, duras como piedras que no retrocedían sino que volvían a arremeter después de cada choque. Incliné hacia atrás la cabeza y mis labios rozaron una superficie seca y caliente. Reconocí el contacto de una piel, el volumen de un cuerpo que se aplastaba contra el mío. Me estaban besando.

Los labios de ella sometieron a los míos, su lengua, carnosa y fuerte, no paraba de revolverse dentro de mi boca. Su nariz, una y otra vez, rozaba la mía en forma violenta y pendular. Percibí que de esa piel emanaba un calor incómodo, caliente, pegajoso, como si la suya fuera una temperatura mayor a la normal. Intenté contraatacar y posé mi mano sobre donde pensé que se hallaba la cabeza. Toqué algunos cabellos pero unos dedos aprisionaron mi muñeca y me la retiraron hacia abajo, hacia los lados. Me molestó no poder tocar la cabeza, porque quería identificarla”.

Por último quisiera hablar del trabajo sobre el lenguaje que hace Pablo, de sus diálogos al estilo Hemingway, crípticos, económicos, sin ribetes, sin los efectos de lectura de las traducciones españolas, un lenguaje limpio —podría decirse— que uno intuye que está puesto de esa forma, en ese orden, siempre en función del relato, de la historia que se quiere contar.

Definitivamente Lo más lindo que hay, es lo más lindo que hay ante sus ojos, en este momento.

Buenos Aires. 07 de mayo de 2015.